Nunca el submundo supo tan bien, tirada bocabajo en una alcantarilla. Habría ranas sucias brincando debajo, ella podía oírlas sobre el murmullo lejano de una autopista que parecía el mar de las noches. No se veía gran cosa entre las rendijas sucias, pero podía distinguirse el agua marrón correr por la vieja canaleta. Su nariz rozó el metal oxidado, y el olor le llegó hasta lo más profundo de sus bronquios.
Así es como le gustaba estar. De día, la luz del sol hacía que arrugara la nariz. Cuando el sol se filtraba por los árboles del parque, se podía ver el polvo flotar. Eso no le gustaba en absoluto. El polvo flotando era una broma de mal gusto. Las motas suspendidas en el aire subían por el sol, como las carpas subían por una cascada. Eso quería decir que todo estaba viejo. A ella no le gustaba lo viejo.
Las ranas de la alcantarilla son verdes. No es un verde radiactivo, ni tampoco un verde oscuro de hoja. Es verde. Todo está oscuro, pero las ranas se miran, y ellas saben que son verdes. Están sucias, pero también lo están las esmeraldas enterradas en el estómago de las montañas. ¿No?
Por debajo de la canaleta vieja, donde corre agua sucia, hay más túneles. Son túneles que se cruzan y se doblan y se topan con paredes sin salida. Por los túneles hay menos aire y el aire está más caliente. Debajo de los túneles hay más túneles con más cruces, más paredes sin salida y menos aire más caliente. Los musgos afloran más arriba, donde las ranas.
Hay escaleras de ladrillos rojos que bajan hacia otros túneles adicionales mayores, por donde fluye agua más limpia. A veces, en el cauce de estos ríos profundos, emergen a la superficie cruces de piedra y se quedan flotando.
Seguramente, en algún lugar, todos estos ríos y riachuelos subterráneos desemboquen en lagos. Fuera de debajo del suelo, en cualquier montaña de los Andes, caen como cataratas. Es el agua pura que los turistas observan, sacando fotos y maravillándose entre chispas y espuma sobre el colorido telón de la montaña verde. Y en cualquier ciudad americana, en Río, en Concordia o en Montevideo, un amante de las sucias alcantarillas...
En las calles sucias, hace falta hacer prospección de hormigas y de gusanos y elogiarlos antes de que las flores de mayo empiecen a quemarse.
miércoles, 22 de abril de 2015
miércoles, 15 de abril de 2015
El agua salada pudrirá la madera, mientras el crujido sereno vela por las gaviotas.
Aún queda algo de vida en la ciudad, hay un mar amaestrado, un mar de zoológico, un mar encerrado. Una cuna encarcelada quizá pueda ser el peor de los martirios para quienes aún no han nacido.
Algunos dicen que la reina huirá, en jaque. Tal vez entonces, con la muerte absoluta del agua salada, nada nazca ya. O tal vez exploten los mares de calor, no lo sabemos.
Unos quieren encerrar también a la reina, para que el mar siga siendo libre a custodia compartida. Otros prefieren dejarla marchar...
Aún queda algo de vida en la ciudad, hay un mar amaestrado, un mar de zoológico, un mar encerrado. Una cuna encarcelada quizá pueda ser el peor de los martirios para quienes aún no han nacido.
Algunos dicen que la reina huirá, en jaque. Tal vez entonces, con la muerte absoluta del agua salada, nada nazca ya. O tal vez exploten los mares de calor, no lo sabemos.
Unos quieren encerrar también a la reina, para que el mar siga siendo libre a custodia compartida. Otros prefieren dejarla marchar...
jueves, 26 de marzo de 2015
Coses las olas sentada en una silla.
Suenan mil caballos. ¡Cuidado!
Ahí estoy
con
los
graznidos de gaviota.
¡Y qué cruz de piedra
se desprende
de unas cuencas
rellenas de músculos, de carne y de venas!
Ahí vuelve azul de asfalto
y besa la plata, el bronce, el oro.
¿Es que no guardas
mi descanso
vieja hilandera?
Yo estoy
con
los graznidos de gaviota.
Con un niño difunto
manchado de neumático sucio,
con el humo que sale
de los tubos de escape,
con comida de usar y tirar,
con una bolsa con un collar de perlas
que me he atado al cuello
a ver si me aprendo
que vuelve el murmullo
de un mar de ceniza
a guardarme y a velar.
Suenan mil caballos. ¡Cuidado!
Ahí estoy
con
los
graznidos de gaviota.
¡Y qué cruz de piedra
se desprende
de unas cuencas
rellenas de músculos, de carne y de venas!
Ahí vuelve azul de asfalto
y besa la plata, el bronce, el oro.
¿Es que no guardas
mi descanso
vieja hilandera?
Yo estoy
con
los graznidos de gaviota.
Con un niño difunto
manchado de neumático sucio,
con el humo que sale
de los tubos de escape,
con comida de usar y tirar,
con una bolsa con un collar de perlas
que me he atado al cuello
a ver si me aprendo
que vuelve el murmullo
de un mar de ceniza
a guardarme y a velar.
martes, 24 de marzo de 2015
domingo, 8 de marzo de 2015
jueves, 5 de marzo de 2015
Borneo
Entre los exploradores de junglas más famosos, siempre se tuvo en excelente estima a aquel que consiguió adentrarse en la selva de Borneo para catalogar las más de cincuenta especies que en 1970 aún no se conocían.
Dicen que murió loco y borracho, pues encontraron su cuerpo entre botellas de ron vacías junto a un grupo de orangutanes.
En su diario de viaje se pudo leer ese día, en la última entrada, que había encontrado a una especie de primate nueva en la superficie de un arroyo.
Dicen que murió loco y borracho, pues encontraron su cuerpo entre botellas de ron vacías junto a un grupo de orangutanes.
En su diario de viaje se pudo leer ese día, en la última entrada, que había encontrado a una especie de primate nueva en la superficie de un arroyo.
Aspirina esfervescente
Los dibujos de las venas sobre mi pecho nunca fueron tan claros —ahora como un capricho de niña, mientras la bolsa gotea, colgada de su gancho, medicina intravenosa.
Hay que cortar la carne podrida tantas veces como sea necesario; a veces la falta de precisión es menos dañina que quedarse corto.
La pleura una vez más se quedó totalmente pegada a la piel y a las costillas, como un chicle ya negro en el patio de un colegio, de esos que hacen quitar a los niños con espátula cuando se portan mal.
La inocencia del cerebro persiste, sin embargo, entre hervideros de fiebre de cincuenta grados siguiendo el baremo de Anders Celsius, astrónomo que, curiosamente, nació y murió en Upsala, Suecia.
A la mañana siguiente, retirarán las flores del jarrón.
Hay que cortar la carne podrida tantas veces como sea necesario; a veces la falta de precisión es menos dañina que quedarse corto.
La pleura una vez más se quedó totalmente pegada a la piel y a las costillas, como un chicle ya negro en el patio de un colegio, de esos que hacen quitar a los niños con espátula cuando se portan mal.
La inocencia del cerebro persiste, sin embargo, entre hervideros de fiebre de cincuenta grados siguiendo el baremo de Anders Celsius, astrónomo que, curiosamente, nació y murió en Upsala, Suecia.
A la mañana siguiente, retirarán las flores del jarrón.
viernes, 6 de febrero de 2015
—Venga, tío, podrías salir a la calle y esa gente ni siquiera te reconocería. Quiero decir, mírate. ¿De verdad vas a atrincherarte en tu cueva de plutonio, como cuando eras un crío?
—Tú no sabes...
—¿Que no lo sé? ¿Qué es lo que no sé? ¿Que prefieres que los demás sean tus jueces porque no eres capaz de emitir tu propio veredicto? ¿¡Acaso no has aprendido nada todos estos años!?
—Es solo que...
—Es solo que desde el accidente parece que has rejuvenecido diez años. ¿¡Crees que los demás no sufrimos?! Eres el único que ha estado ahí perdiendo el tiempo sin rehacer su vida. ¿¡Y quieres saber algo!? Nadie la va a rehacer por ti.
"Jaque en la rivera", Harry Billman (1999, fragmento del guion de la película).
—Tú no sabes...
—¿Que no lo sé? ¿Qué es lo que no sé? ¿Que prefieres que los demás sean tus jueces porque no eres capaz de emitir tu propio veredicto? ¿¡Acaso no has aprendido nada todos estos años!?
—Es solo que...
—Es solo que desde el accidente parece que has rejuvenecido diez años. ¿¡Crees que los demás no sufrimos?! Eres el único que ha estado ahí perdiendo el tiempo sin rehacer su vida. ¿¡Y quieres saber algo!? Nadie la va a rehacer por ti.
"Jaque en la rivera", Harry Billman (1999, fragmento del guion de la película).
miércoles, 4 de febrero de 2015
Entre las líneas de un pentagrama
se esconde un agujero de gusano,
la cerradura por donde mirar tras la puerta
habitaciones sin empapelar, cajas de mudanza llenas;
es la clave de sol hacia realidades alternativas,
el punto en común, de inflexión,
el triunfo de un momento donde para ti fracasó,
el fracaso de lo que para ti triunfó;
en fin, ser otro porque pude;
¿y no soy acaso todos, potencial?
se esconde un agujero de gusano,
la cerradura por donde mirar tras la puerta
habitaciones sin empapelar, cajas de mudanza llenas;
es la clave de sol hacia realidades alternativas,
el punto en común, de inflexión,
el triunfo de un momento donde para ti fracasó,
el fracaso de lo que para ti triunfó;
en fin, ser otro porque pude;
¿y no soy acaso todos, potencial?
sábado, 3 de enero de 2015
La leyenda de la Muerte alada
En mi visita a las
cuevas de Atapuerca, tuve la oportunidad de visitar también los
pueblos colindantes de la comarca. En todos ellos descubrí que los
lugareños contaban historias extrañas sobre la cueva, e incluso me
advertían que no fuera al lugar.
Con afán cultural,
decidí recopilar todas aquellas historietas, teniendo en cuenta los
puntos comunes, para elaborar un texto escrito que relatara la
leyenda tal y como la concebían los lugareños de los alrededores de
Atapuerca.
A continuación, les
dejo con la leyenda, que está narrada como si se tratara de un
pequeño relato:
Juan Luis Almirante, el
capataz de los albañiles de Ibeas de Juarros, se disponía aquella
mañana a cumplir con un encargo, y ya desde bien temprano fue al
comercio intermediario que le proveía a él y a su cuadrilla de los
materiales necesarios para construir.
Al llegar a la gran sala
de espera, blanca, amplia y vacía debido a que aún no había salido
el sol, se sentó en una silla de plástico que formaba parte de un
grupo de sillas atornilladas junto a la pared, aguardando a que
llegara Mateo Santana, el viejo encargado. Tras cerca de una hora y
veinte minutos, después de llamar al teléfono apagado del
comerciante, y después de juguetear impaciente con sus manos ásperas
y embrutecidas por las inclemencias del tiempo y del trabajo, ve
aparecer a
Santana detrás del
mostrador, sudando, con la mandíbula desencajada y los ojos tan
abiertos como su boca.
―¡Juan Luis, Juan
Luis! ―se quejó, con un estilo muy de pueblo― ¡El mármol! ¡Las
vigas, los andamios! ¡Camiones llenos! ¡Todo perdido!
―¿Pero qué tontería
está usted diciendo, hombre? ―exclamó Juan Luis, excéptico.
―¡Ninguna tontería!
Íbamos por la sierra... Cerca de Atapuerca... ―exhaló, intentando
calmarse― y después... Algo grande, de tres o cuatro metros
―ilustraba la estatura con los brazos― tiró un camión... Todo
por el monte, los camiones de atrás chocaron... Manel está en el
hospital, a Camilo no se le ha vuelto a ver más, y ha reventado un
motor.
―¿Qu...?
―Los bomberos acaban de
estar ahí, pero el material sigue desperdigado por el monte.
―¿Pero usted se piensa
que yo soy tonto? ―dice Juan Luis Almirante, estupefacto― Si por
un descuido suyo o de sus socios ha tenido un accidente, no le eche
la culpa al hombre de las nieves, zoquete. He estado mucho tiempo
aquí sentado, mientras mi cuadrilla se desespera, y yo debería
haber empezado con esa casa hace rato. Y hemos invertido mucho dinero
para el material.
Mi cliente, no sé usted
si lo sabrá, es ese burguesito ricachón nuevo en el pueblo, pero
tiene tanta prisa como dinero está dispuesto a ofrecerme por la
reforma. Quiere que empecemos hoy, sin falta, hoy, Santana, maldita
sea. De modo que ya está usted dejándose de bobadas y buscándose
la vida para devolverme el dinero o los materiales.
―¡Nada de bobadas!
Todos le podemos corroborar lo que vimos... Algo que viene del mismo
infierno... Las historias que cuentan en el pueblo son verdad... La
Muerte alada ronda los montes... Pero si le corre a usted tanta
prisa, vaya con su cuadrilla a recoger los materiales... No, no, no
me mire así, porque además el dinero se lo puedo devolver... Por
este contratiempo podrá llevarse los
materiales que no se
hayan roto o perdido, además de su dinero. Con suerte podrá empezar
a construir hoy... Pero quiero que sepa que yo no quiero saber nada
de lo que pueda pasarle, y que jamás cruzaré esa carretera otra
vez.
Como suele suceder en las
personas con apuros económicos, Juan Luis Almirante se desespera y
decide poner rumbo a la carretera de la montaña en la que Santana y
sus hombres habían perdido sus materiales y tal vez algún que otro
año de vida.
Ya eran las once y
catorce minutos cuando, después de comunicarle a su cuadrilla la
situación, partir con los camiones prestados por el propio Santana,
y avisar al cliente de que la construcción iba a tener que
posponerse por un accidente, el señor Almirante se encontraba en el
lugar de aquellos fatídicos acontecimientos. La escena lo dejó
patidifuso: marcas de humo negro y de gomas de camión sobre el
asfalto, así como fragmentos de metal, vigas, mazacotes de mármol...
―Bueno, ya sabéis lo
que hay que hacer ―ladró Almirante, convencido de que aquel era
uno de los peores días de su vida.
Costó dos horas de sudor
reunir todos los materiales. Cuando la busca y captura hubo
terminado, se hizo un recuento.
―¡Leches! ¡Esto no
puede ser! Es suficiente con los andamios y las vigas, pero hay
demasiado poco mármol ―Juan Luis Almirante no se lo podía creer.
Estaba convencido de que,
en el caso de que no empezara la construcción ese mismo día, el
ricachón del pueblo anularía el contrato como si nada y optaría
por otros constructores. Y el mármol que tenían para reformar el
ala oeste del caserón era tan insignificante que más les valía
ponerse en marcha y buscar más restos. El señor cliente no parecía
ser el tipo de persona que se conformaba con poco. Es cierto, podrían
conseguir más mármol al día siguiente, pero si aquel hombre
acaudalado veía que el primer día solo se había puesto una
septagésima parte de mármol en el ala oeste, estaba claro lo que
iba a pasar. Tal vez el capataz exagerara, pero cuando uno tiene
apuros económicos y ve una oportunidad de oro para salir de ellos...
Ya se sabe.
Así que la cuadrilla,
hastiada, reanuda la búsqueda. Pasa una hora más. El señor
Almirante se desquicia, y en medio de un ataque de nervios, echa a
correr por el terreno escarpado de la ladera, entre vegetación de
alta montaña. Se gira, se vuelve otra vez, jadea. Sigue sin ver
nada. Se adentra en los bosques. Y corre, corre a ver si ve algo,
pero tropieza con una roca y se da de lleno con un canto en la
cabeza.
Juan Luis almirante abre
los ojos, gimiendo de dolor. Su cabeza gotea sangre ya caliente, y en
un lado de la cabeza se le ha formado una costra. Rezuma de dolor.
Musita algunas vocales, y se empieza a preocupar por su ubicación.
Está todo oscuro. Aquello no es el monte. Oye algunas gotas cayendo
del techo. Con gran dolor y dificultad, Juan Luis se incorpora. No
acaba de procesar la situación en la que se haya cuando escucha un
ruido. Sssssssshuuuuuuuuu. ¿Viento? Debe estar cerca de la
superficie. Ssssssshuuuuuuu. Pero el sonido se acerca.
―Mmm- ¿eh? Ugh... ―su
corazón palpita ahora, quizá por confusión, o tal vez por un miedo
primigenio.
Ssshuuuuuu,
ssssshuuuuuu.... Ahora acompañan a este sonido rocas rodando
y un chirrido desagradable, como el de una llave rayando un coche.
―Dios, Cristo,
protégeme ―Juan Luis tiembla y empieza a andar a paso rápido a
tientas, en la dirección contraria al sonido que oye.
Inquieto, trastabilla y
se incorpora rápidamente, y gira la cabeza fugazmente para
distinguir una figura alada en la oscuridad. Juan Luis chilla, loco
de pánico, y aquella cosa parece acelerar su marcha.
Sin ver más de lo que
vería en una noche sin estrellas, cae por una pendiente, y presa del
pánico y de la sorpresa, la gravedad hace su trabajo mientras él
grita y se sumerge en un lago subterráneo cinco metros por debajo de
donde empezó a caer. El agua estaba más fría que las duchas que él
se daba en el pueblo, sin agua caliente y a las cuatro de la mañana.
―¡GGRRAAAAAH! ―aquella
criatura se sumerge también en el lago, mientras Juan Luis chapotea
como loco, y nadando frenéticamente, toca orilla.
Se incorpora, con las
rodillas con cortes profundos y sangrantes. Por dentro de él, una
sensación primigenia le invade, y echa a correr para salvar su vida,
mientras a sus espaldas la bestia chilla y da aletazos contra las
paredes de la cueva. Unos metros más adelante, una tenue luz
sorprende al capataz de los albañiles en una zona abierta, sin
techo, como un claro en medio del sistema de cuevas. Ya está bien
entrada la noche. Por un momento, se queda en blanco y parece
olvidarlo todo. Pero un rápido golpetazo provoca desprendimientos en
las paredes del pasillo de roca del que acaba de salir, y es entonces
cuando vuelve a la realidad: se gira, y por fin ve a la criatura con
todo lujo de detalles. Como decía Santana, era grande, de unos tres
metros. Su cuerpo era verde-marrón grisáceo, con algunas escamas,
parecía de reptil. Su cabeza era una calavera de gigante, con una
dentadura que de seguro podría triturar las rocas que le apresaban.
Tenía grandes alas de murciélago, y por brazos lucía unas enormes
aletas de ballena. Todo aquel peso lo soportaban unas patas con unas
garras horribles, además, aquel ser contaba con una tupidísima y
gigantesca cola de zorro rojo.
La quimera, viendo a su
presa por medio de sus dos cuencas vacías, profirió un rugido que
resonó en las cuevas de Atapuerca, rugido que ya en los tiempos del
albor de la humanidad habían aprendido a temer los primeros hombres.
La bestia se acerca, lenta, disfrutando del momento.
Tal vez fueron las almas
de los cavernícolas que rondaban por los salones de piedra de las
cuevas de Atapuerca las que infundieron energía al maltrecho
capataz. Sin pensárselo dos veces, da media vuelta y esprinta tanto
como le permiten sus piernas heridas. La Muerte alada profiere un
chillido de contrariedad y retoma también su carrera, como un león
tras una gacela.
De vuelta a la oscuridad.
Tal vez nunca saliera de las cuevas, tal vez solo penetrara más y
más en ellas. Tal vez ya no había salvación. Aún así corre.
Tropieza y cae varias veces, pero no se detiene. Llegan cazador y
presa a una explanada de... ¿Qué era aquello?
El maestro constructor
estaba pisando un suelo de dientes humanos, amontonados, formando
verdaderas colinas. Había paletas, colmillos, muelas. Millones de
dientes parecían brillar en la oscuridad de aquella caverna.
Desesperado, Juan Luis solloza de pavor y empieza a llorar.
De pronto, en medio de su
desesperación, descubre un cadáver apoyado en la pared. Tenía la
boca muy abierta, y los ojos perdidos. Pero lo que más llamaba la
atención era que no tenía dientes, y un reguero de sangre ya seca
caía por sus encías.
Sin miramientos, la
Muerte alada derriba al maestro de los constructores con su pesada
cola, y este
cae sobre una pila de
dientes. El golpe es tan grande que empieza a perder la visión...
Pero hay algo que le obliga a levantarse. Su corazón late como el de
un ratón asustado, y la adrenalina inunda sus huesos. Los músculos
de sus piernas se estiran y se contraen de forma explosiva y estalla,
de vuelta, su loca carrera por las galerías de las profundidades. En
medio de aquel horror, tal vez por suerte, da el albañil con un
terreno que empieza a subir, y gira entre galería y galería. Se
pierde entre las rocas,
y a la bestia alada se le
oye cada vez menos. Shhhhaaaaa... ssssshaaaaaa...
Después de media hora de lento y progresivo ascenso, ya no se oye
nada más que la respiración entrecortada de Juan Luis Almirante.
Empapado en sangre y
sudor, llora de felicidad al descubrir la luz del amanecer que se
cuela por un pequeño agujero en el techo, que está a unos siete
metros del suelo. Arriba se ve el bosque. Decidido, empieza a
ascender, escalando, roca a roca. Sin embargo...
De la nada, hecha una
furia, reaparece la bestia. El agujero por el que sube Juan Luis es
demasiado estrecho, pero aquella aberración, causante de tantas
calamidades, se intenta colar, y las rocas van cediendo, haciéndole
hueco. Todo tiembla y se desprenden algunas rocas en la galería.
―¡¡GGRRRAAAAAAAAGH,
GRRRAAAAH!! ―la bestia chilla enfurecida, clava sus garras en la
roca, aletea con fuerza y da golpea con sus aletas las piedras que
forman el agujero natural por el que Juan Luis asciende.
Loco de miedo, él escala
con pavor, con la bestia a pocos metros por debajo. Roca a roca, va
cogiéndose a los asideros, y por fin tiene ya su torso en el suelo
de la superficie. Pero la Muerte alada no va a dejarlo escapar así
como así.
Con furia, asciende
explosivamente, desatascándose y haciendo hueco entre las piedras, y
muerde, salvaje, la pierna derecha del capataz, con aquellos dientes
que parecían ladrillos de cemento. Juan Luis aúlla de dolor
mientras se agarra con fuerza a una roca, y la quimera tira hacia sí,
arrancándole el fémur de cuajo, con todas las arterias, piel y
tendones que lo recubrían.
La bestia, con la
mandíbula repleta de sangre y la pierna hundida en sus dientes,
brama de malevolencia e ira. El hombre, casi rendido al desmayo,
reúne sus últimas fuerzas, se arrastra y empuja con todo su cuerpo
una gran roca que corona el agujero del que acaba de salir. La roca
cae empujando al demonio a las profundidades de las que salió. El
grito proferido por la Muerte negra aún retumba en los oídos del
albañil. Aquel chillido, parecía rajar la Tierra entera, y todas
las aves de aquellos bosques que piaban al sol en su despertar se
cayeron de las ramas, muertas al instante.
Juan Luis se arrastró,
más muerto que vivo por el bosque, hasta que se desmayó por la
pérdida de sangre y el cansancio. Por suerte, un leñador lo
encontró y lo llevó al hospital. Cuando se recuperó, volvió una
semana a Ibeas de Juarros, lo justo para mudarse y nunca volver.
Nunca volvieron a verlo, pero allí donde estuviera, durante todas
las noches de su vida, Juan Luis Almirante tendría sueños vívidos
de una criatura infernal que lo arrastraba a lo más profundo de un
abismo, entre furiosos aleteos de viento negro.
Romance del prostíbulo
Tocó el pecho con rubor,
era joven la ramera.
Ojos claros y ese aroma,
ruido por la casa entera.
Viejas eran las ventanas
y era esa su vez primera.
Nervio febril tiene el mozo.
Ella lo besa, certera.
Aquí es sencillo el acuerdo,
solo elija a la que quiera,
ponga el oro en la mesilla
si está llena su cartera.
El muchacho, casi imberbe
la penetra a la ramera
y cumpliendo su trabajo
ella gime la primera.
A los cuatro minutillos
él acaba la carrera
y se limpia concienzuda
la entrepierna la ramera.
No fue duro aquel trabajo,
desvirgar al tal Morera,
gana plata en abundancia
pa’ pagarle a su casera.
Preparada y ya vestida
la chiquilla sale afuera,
toma aire y para adentro,
y así va su vida entera.
era joven la ramera.
Ojos claros y ese aroma,
ruido por la casa entera.
Viejas eran las ventanas
y era esa su vez primera.
Nervio febril tiene el mozo.
Ella lo besa, certera.
Aquí es sencillo el acuerdo,
solo elija a la que quiera,
ponga el oro en la mesilla
si está llena su cartera.
El muchacho, casi imberbe
la penetra a la ramera
y cumpliendo su trabajo
ella gime la primera.
A los cuatro minutillos
él acaba la carrera
y se limpia concienzuda
la entrepierna la ramera.
No fue duro aquel trabajo,
desvirgar al tal Morera,
gana plata en abundancia
pa’ pagarle a su casera.
Preparada y ya vestida
la chiquilla sale afuera,
toma aire y para adentro,
y así va su vida entera.
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