En mi visita a las
cuevas de Atapuerca, tuve la oportunidad de visitar también los
pueblos colindantes de la comarca. En todos ellos descubrí que los
lugareños contaban historias extrañas sobre la cueva, e incluso me
advertían que no fuera al lugar.
Con afán cultural,
decidí recopilar todas aquellas historietas, teniendo en cuenta los
puntos comunes, para elaborar un texto escrito que relatara la
leyenda tal y como la concebían los lugareños de los alrededores de
Atapuerca.
A continuación, les
dejo con la leyenda, que está narrada como si se tratara de un
pequeño relato:
Juan Luis Almirante, el
capataz de los albañiles de Ibeas de Juarros, se disponía aquella
mañana a cumplir con un encargo, y ya desde bien temprano fue al
comercio intermediario que le proveía a él y a su cuadrilla de los
materiales necesarios para construir.
Al llegar a la gran sala
de espera, blanca, amplia y vacía debido a que aún no había salido
el sol, se sentó en una silla de plástico que formaba parte de un
grupo de sillas atornilladas junto a la pared, aguardando a que
llegara Mateo Santana, el viejo encargado. Tras cerca de una hora y
veinte minutos, después de llamar al teléfono apagado del
comerciante, y después de juguetear impaciente con sus manos ásperas
y embrutecidas por las inclemencias del tiempo y del trabajo, ve
aparecer a
Santana detrás del
mostrador, sudando, con la mandíbula desencajada y los ojos tan
abiertos como su boca.
―¡Juan Luis, Juan
Luis! ―se quejó, con un estilo muy de pueblo― ¡El mármol! ¡Las
vigas, los andamios! ¡Camiones llenos! ¡Todo perdido!
―¿Pero qué tontería
está usted diciendo, hombre? ―exclamó Juan Luis, excéptico.
―¡Ninguna tontería!
Íbamos por la sierra... Cerca de Atapuerca... ―exhaló, intentando
calmarse― y después... Algo grande, de tres o cuatro metros
―ilustraba la estatura con los brazos― tiró un camión... Todo
por el monte, los camiones de atrás chocaron... Manel está en el
hospital, a Camilo no se le ha vuelto a ver más, y ha reventado un
motor.
―¿Qu...?
―Los bomberos acaban de
estar ahí, pero el material sigue desperdigado por el monte.
―¿Pero usted se piensa
que yo soy tonto? ―dice Juan Luis Almirante, estupefacto― Si por
un descuido suyo o de sus socios ha tenido un accidente, no le eche
la culpa al hombre de las nieves, zoquete. He estado mucho tiempo
aquí sentado, mientras mi cuadrilla se desespera, y yo debería
haber empezado con esa casa hace rato. Y hemos invertido mucho dinero
para el material.
Mi cliente, no sé usted
si lo sabrá, es ese burguesito ricachón nuevo en el pueblo, pero
tiene tanta prisa como dinero está dispuesto a ofrecerme por la
reforma. Quiere que empecemos hoy, sin falta, hoy, Santana, maldita
sea. De modo que ya está usted dejándose de bobadas y buscándose
la vida para devolverme el dinero o los materiales.
―¡Nada de bobadas!
Todos le podemos corroborar lo que vimos... Algo que viene del mismo
infierno... Las historias que cuentan en el pueblo son verdad... La
Muerte alada ronda los montes... Pero si le corre a usted tanta
prisa, vaya con su cuadrilla a recoger los materiales... No, no, no
me mire así, porque además el dinero se lo puedo devolver... Por
este contratiempo podrá llevarse los
materiales que no se
hayan roto o perdido, además de su dinero. Con suerte podrá empezar
a construir hoy... Pero quiero que sepa que yo no quiero saber nada
de lo que pueda pasarle, y que jamás cruzaré esa carretera otra
vez.
Como suele suceder en las
personas con apuros económicos, Juan Luis Almirante se desespera y
decide poner rumbo a la carretera de la montaña en la que Santana y
sus hombres habían perdido sus materiales y tal vez algún que otro
año de vida.
Ya eran las once y
catorce minutos cuando, después de comunicarle a su cuadrilla la
situación, partir con los camiones prestados por el propio Santana,
y avisar al cliente de que la construcción iba a tener que
posponerse por un accidente, el señor Almirante se encontraba en el
lugar de aquellos fatídicos acontecimientos. La escena lo dejó
patidifuso: marcas de humo negro y de gomas de camión sobre el
asfalto, así como fragmentos de metal, vigas, mazacotes de mármol...
―Bueno, ya sabéis lo
que hay que hacer ―ladró Almirante, convencido de que aquel era
uno de los peores días de su vida.
Costó dos horas de sudor
reunir todos los materiales. Cuando la busca y captura hubo
terminado, se hizo un recuento.
―¡Leches! ¡Esto no
puede ser! Es suficiente con los andamios y las vigas, pero hay
demasiado poco mármol ―Juan Luis Almirante no se lo podía creer.
Estaba convencido de que,
en el caso de que no empezara la construcción ese mismo día, el
ricachón del pueblo anularía el contrato como si nada y optaría
por otros constructores. Y el mármol que tenían para reformar el
ala oeste del caserón era tan insignificante que más les valía
ponerse en marcha y buscar más restos. El señor cliente no parecía
ser el tipo de persona que se conformaba con poco. Es cierto, podrían
conseguir más mármol al día siguiente, pero si aquel hombre
acaudalado veía que el primer día solo se había puesto una
septagésima parte de mármol en el ala oeste, estaba claro lo que
iba a pasar. Tal vez el capataz exagerara, pero cuando uno tiene
apuros económicos y ve una oportunidad de oro para salir de ellos...
Ya se sabe.
Así que la cuadrilla,
hastiada, reanuda la búsqueda. Pasa una hora más. El señor
Almirante se desquicia, y en medio de un ataque de nervios, echa a
correr por el terreno escarpado de la ladera, entre vegetación de
alta montaña. Se gira, se vuelve otra vez, jadea. Sigue sin ver
nada. Se adentra en los bosques. Y corre, corre a ver si ve algo,
pero tropieza con una roca y se da de lleno con un canto en la
cabeza.
Juan Luis almirante abre
los ojos, gimiendo de dolor. Su cabeza gotea sangre ya caliente, y en
un lado de la cabeza se le ha formado una costra. Rezuma de dolor.
Musita algunas vocales, y se empieza a preocupar por su ubicación.
Está todo oscuro. Aquello no es el monte. Oye algunas gotas cayendo
del techo. Con gran dolor y dificultad, Juan Luis se incorpora. No
acaba de procesar la situación en la que se haya cuando escucha un
ruido. Sssssssshuuuuuuuuu. ¿Viento? Debe estar cerca de la
superficie. Ssssssshuuuuuuu. Pero el sonido se acerca.
―Mmm- ¿eh? Ugh... ―su
corazón palpita ahora, quizá por confusión, o tal vez por un miedo
primigenio.
Ssshuuuuuu,
ssssshuuuuuu.... Ahora acompañan a este sonido rocas rodando
y un chirrido desagradable, como el de una llave rayando un coche.
―Dios, Cristo,
protégeme ―Juan Luis tiembla y empieza a andar a paso rápido a
tientas, en la dirección contraria al sonido que oye.
Inquieto, trastabilla y
se incorpora rápidamente, y gira la cabeza fugazmente para
distinguir una figura alada en la oscuridad. Juan Luis chilla, loco
de pánico, y aquella cosa parece acelerar su marcha.
Sin ver más de lo que
vería en una noche sin estrellas, cae por una pendiente, y presa del
pánico y de la sorpresa, la gravedad hace su trabajo mientras él
grita y se sumerge en un lago subterráneo cinco metros por debajo de
donde empezó a caer. El agua estaba más fría que las duchas que él
se daba en el pueblo, sin agua caliente y a las cuatro de la mañana.
―¡GGRRAAAAAH! ―aquella
criatura se sumerge también en el lago, mientras Juan Luis chapotea
como loco, y nadando frenéticamente, toca orilla.
Se incorpora, con las
rodillas con cortes profundos y sangrantes. Por dentro de él, una
sensación primigenia le invade, y echa a correr para salvar su vida,
mientras a sus espaldas la bestia chilla y da aletazos contra las
paredes de la cueva. Unos metros más adelante, una tenue luz
sorprende al capataz de los albañiles en una zona abierta, sin
techo, como un claro en medio del sistema de cuevas. Ya está bien
entrada la noche. Por un momento, se queda en blanco y parece
olvidarlo todo. Pero un rápido golpetazo provoca desprendimientos en
las paredes del pasillo de roca del que acaba de salir, y es entonces
cuando vuelve a la realidad: se gira, y por fin ve a la criatura con
todo lujo de detalles. Como decía Santana, era grande, de unos tres
metros. Su cuerpo era verde-marrón grisáceo, con algunas escamas,
parecía de reptil. Su cabeza era una calavera de gigante, con una
dentadura que de seguro podría triturar las rocas que le apresaban.
Tenía grandes alas de murciélago, y por brazos lucía unas enormes
aletas de ballena. Todo aquel peso lo soportaban unas patas con unas
garras horribles, además, aquel ser contaba con una tupidísima y
gigantesca cola de zorro rojo.
La quimera, viendo a su
presa por medio de sus dos cuencas vacías, profirió un rugido que
resonó en las cuevas de Atapuerca, rugido que ya en los tiempos del
albor de la humanidad habían aprendido a temer los primeros hombres.
La bestia se acerca, lenta, disfrutando del momento.
Tal vez fueron las almas
de los cavernícolas que rondaban por los salones de piedra de las
cuevas de Atapuerca las que infundieron energía al maltrecho
capataz. Sin pensárselo dos veces, da media vuelta y esprinta tanto
como le permiten sus piernas heridas. La Muerte alada profiere un
chillido de contrariedad y retoma también su carrera, como un león
tras una gacela.
De vuelta a la oscuridad.
Tal vez nunca saliera de las cuevas, tal vez solo penetrara más y
más en ellas. Tal vez ya no había salvación. Aún así corre.
Tropieza y cae varias veces, pero no se detiene. Llegan cazador y
presa a una explanada de... ¿Qué era aquello?
El maestro constructor
estaba pisando un suelo de dientes humanos, amontonados, formando
verdaderas colinas. Había paletas, colmillos, muelas. Millones de
dientes parecían brillar en la oscuridad de aquella caverna.
Desesperado, Juan Luis solloza de pavor y empieza a llorar.
De pronto, en medio de su
desesperación, descubre un cadáver apoyado en la pared. Tenía la
boca muy abierta, y los ojos perdidos. Pero lo que más llamaba la
atención era que no tenía dientes, y un reguero de sangre ya seca
caía por sus encías.
Sin miramientos, la
Muerte alada derriba al maestro de los constructores con su pesada
cola, y este
cae sobre una pila de
dientes. El golpe es tan grande que empieza a perder la visión...
Pero hay algo que le obliga a levantarse. Su corazón late como el de
un ratón asustado, y la adrenalina inunda sus huesos. Los músculos
de sus piernas se estiran y se contraen de forma explosiva y estalla,
de vuelta, su loca carrera por las galerías de las profundidades. En
medio de aquel horror, tal vez por suerte, da el albañil con un
terreno que empieza a subir, y gira entre galería y galería. Se
pierde entre las rocas,
y a la bestia alada se le
oye cada vez menos. Shhhhaaaaa... ssssshaaaaaa...
Después de media hora de lento y progresivo ascenso, ya no se oye
nada más que la respiración entrecortada de Juan Luis Almirante.
Empapado en sangre y
sudor, llora de felicidad al descubrir la luz del amanecer que se
cuela por un pequeño agujero en el techo, que está a unos siete
metros del suelo. Arriba se ve el bosque. Decidido, empieza a
ascender, escalando, roca a roca. Sin embargo...
De la nada, hecha una
furia, reaparece la bestia. El agujero por el que sube Juan Luis es
demasiado estrecho, pero aquella aberración, causante de tantas
calamidades, se intenta colar, y las rocas van cediendo, haciéndole
hueco. Todo tiembla y se desprenden algunas rocas en la galería.
―¡¡GGRRRAAAAAAAAGH,
GRRRAAAAH!! ―la bestia chilla enfurecida, clava sus garras en la
roca, aletea con fuerza y da golpea con sus aletas las piedras que
forman el agujero natural por el que Juan Luis asciende.
Loco de miedo, él escala
con pavor, con la bestia a pocos metros por debajo. Roca a roca, va
cogiéndose a los asideros, y por fin tiene ya su torso en el suelo
de la superficie. Pero la Muerte alada no va a dejarlo escapar así
como así.
Con furia, asciende
explosivamente, desatascándose y haciendo hueco entre las piedras, y
muerde, salvaje, la pierna derecha del capataz, con aquellos dientes
que parecían ladrillos de cemento. Juan Luis aúlla de dolor
mientras se agarra con fuerza a una roca, y la quimera tira hacia sí,
arrancándole el fémur de cuajo, con todas las arterias, piel y
tendones que lo recubrían.
La bestia, con la
mandíbula repleta de sangre y la pierna hundida en sus dientes,
brama de malevolencia e ira. El hombre, casi rendido al desmayo,
reúne sus últimas fuerzas, se arrastra y empuja con todo su cuerpo
una gran roca que corona el agujero del que acaba de salir. La roca
cae empujando al demonio a las profundidades de las que salió. El
grito proferido por la Muerte negra aún retumba en los oídos del
albañil. Aquel chillido, parecía rajar la Tierra entera, y todas
las aves de aquellos bosques que piaban al sol en su despertar se
cayeron de las ramas, muertas al instante.
Juan Luis se arrastró,
más muerto que vivo por el bosque, hasta que se desmayó por la
pérdida de sangre y el cansancio. Por suerte, un leñador lo
encontró y lo llevó al hospital. Cuando se recuperó, volvió una
semana a Ibeas de Juarros, lo justo para mudarse y nunca volver.
Nunca volvieron a verlo, pero allí donde estuviera, durante todas
las noches de su vida, Juan Luis Almirante tendría sueños vívidos
de una criatura infernal que lo arrastraba a lo más profundo de un
abismo, entre furiosos aleteos de viento negro.
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