lunes, 1 de noviembre de 2010

Después



Y entonces lo vio; entonces lo comprendió, el mundo había pretendido poseerlo una vez. El cielo podrido y seco, las calles putrefactas, el aire gris e hiriente; incluso los demás, con almas tan desecadas, con palabras tan muertas, con pretensiones tan malévolas; tan automáticos, tan insensibles. Tan... irreales. No como él.

Entonces lo vio, contempló con sus ojos muertos cómo había pretendido poseer el mundo una vez. El cielo lejano y acogedor, las calles que florecían y marchitaban desde sus recuerdos, el aire, tan necesario como letal. Incluso pretendió una vez poseer a los demás; a aquellos demonios cuyo único fin era el de desolar aún más su corazón sangrante, tan ciegos, tan ocupados, tan odiosos.

Y llegó a su triste conclusión. Era una pena, pero ya no podía derramar ni una sola lágrima, y ahora se ahogaba entre las mareas sanguinolentas de su hondo y lúgubre interior.

El mundo lo había poseído, con su cielo podrido y seco, con sus calles asquerosas, con su aire doloroso. Debajo de la tierra muerta, servía de escenario a miles de seres deambulantes, con almas desecadas.

Seres deambulantes que sólo hablaban desde su ceguera espiritual; autómatas. Falsedades. Ilusiones rotas. Ahora ellos azoraban el mundo podrido del cual él ya formaba parte, bajo la tierra amarga. Ahora había llegado la perdición: ningún espectador pudo jamás tratar de conquistar el mundo, y ningún espectador pudo jamás ser conquistado por el mundo, al igual que
él lo fue.

La muerte y sus déspotas secuaces no encontraban ya motivo para su propia existencia, pero seguían contaminando el aire.

Al final todo se deshizo como una de esas hojas que tenía costumbre de recoger en los otoños solitarios, en los otoños que creía pretextos para abrazarse a alguna musa demoníaca y alocada...
Al final el mundo gris desapareció. Y con él, el Sol y el cosmos... La sagrada Luna que le hacía compañía en las noches peores de soledad también se apagó para siempre.

Él había contenido las maravillas de las estrellas, el dulce destino inventado, la gloria de vivir y la luz de cada amanecer. Él había contado cada una de las briznas de hierba que cubrían cada día los parajes que nunca visitó, pero que tan vivos creyó en su mente. Él había contenido tesoros, como contienen la miel las abejas golosas y guerreras. Pero todo se desvaneció desde que vio el triste cielo podrido y gris por última vez.

Y con el último latido de su corazón desgastado, lo comprendió todo.


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