jueves, 12 de abril de 2012

No soy mago, pero soy luchador.

El rayo entraba
quemando las persianas
de madera.
Afuera, el Sol vomitaba
un infierno vivo.
Pero dentro estaba oscuro.
En esa matriz infernal
aprendí a tenerle miedo al futuro.
Yo no puedo hacer magia,
y como no puedo extirparme
el blasón que el verano imprimió en mi piel
solo me queda pelear un rato más
contra mis demonios, para que me lo oculten
a zarpazos.

Siempre seguirá ahí, ¿no? Bajo todos los tajos.
Pero antes de estar en la matriz infernal, por donde entra el calor del verano enfermo quemando las persianas de madera, ¿quién me lo preguntó? ¿Acaso alguien me pidió opinión sobre si quería vivir o no? Supongo que si me lo hubiesen preguntado habría respondido que sí, ¿cómo no? La vida se le pega a uno detrás de los párpados desde el primer segundo en que vivimos. Y jamás queremos dejarla... hasta que aparece el dolor. Pero es curioso cómo en la pulsión mortífera subyace inocentemente el deseo de vivir. El deseo desesperado de ser feliz, aunque eso conlleve no vivir. A veces la felicidad reside en el no vivir, en la no conciencia, porque al fin y al cabo hay un tipo de felicidad que es la felicidad que brota cuando el horror está ausente. Pero sin embargo bajo la pulsión de muerte absoluta hay una fuerza muy potente que impide que esta se expanda. La fuerza del superyo, que impera sobre todo y aleja al dolor con dolor. No hay magia. Solo esfuerzo. No soy mago, pero soy luchador.

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