martes, 26 de octubre de 2010

La garganta le sangraba por dentro, y el manar de la sangre le había provocado arcadas en varias ocasiones.

Leuryah se agachó un poco mientras su compañero vomitaba violentamente, e interpeló la inútil pregunta. —¿Estás bien?

Cuando terminó de expeler aquella masa sanguinolenta de sus entrañas, se levantó apoyando la mano sobre el muslo derecho. Sintió un leve mareo.

Caminaron hasta el borde de un risco hondo y negro, con pequeños salientes horizontales, donde unas criaturas purpúreas anidaban. Tenían el cuello largo y delgado, acabado en una cabeza igualmente alargada, con un pico similar al de los ornitorrincos, pero más puntiagudo. Sus ojos eran negros e inexpresivos, como el propio risco. Descansaban sus largas patas delanteras delante del cuerpo, con las garras unidas, una encima de la otra. Todas ellas adquirían la misma pose, y no se movían ni un milímetro; tanto era así, que Leuryah pensó por un momento que se trataban de estatuas. Un frondoso plumaje cubría el cuerpo de aquellos seres tan peculiares, que carecían de alas.

Philocthetes miró al horizonte, y dio con el palacio en ruinas al que se dirigían. Luego, sus ojos recorrieron la inmensa llanura seca de tierra grisácea, hasta acabar en el risco de aquellas extrañas criaturas; de aquellas aves incapaces de alzar el vuelo.

—Si damos un rodeo quizás muera antes de llegar a las ruinas —le dijo a Leuryah —tenemos que bajar por aquí.

Leuryah lo miró seriamente y asintió. Él fue el primero en bajar. Las rocas se escindían con facilidad, y tampoco había muchos sitios seguros donde apoyar los pies, así que Leuryah se agarró con los brazos al suelo de arriba del peñasco, se colocó para caer justo en un saliente seguro, y se soltó. Cayó justo a las espaldas de aquella suerte de pajarraco, que miraba indiferente a las ruinas del palacio del rey Teth.

—¡Parece inofesivo! —le gritó a Philocthetes.

Pero, justo entonces, emitiendo un graznido agudo y desgarrador, se giró hacia Leuryah.



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