sábado, 3 de enero de 2015

La leyenda de la Muerte alada

En mi visita a las cuevas de Atapuerca, tuve la oportunidad de visitar también los pueblos colindantes de la comarca. En todos ellos descubrí que los lugareños contaban historias extrañas sobre la cueva, e incluso me advertían que no fuera al lugar.

Con afán cultural, decidí recopilar todas aquellas historietas, teniendo en cuenta los puntos comunes, para elaborar un texto escrito que relatara la leyenda tal y como la concebían los lugareños de los alrededores de Atapuerca.

A continuación, les dejo con la leyenda, que está narrada como si se tratara de un pequeño relato:

Juan Luis Almirante, el capataz de los albañiles de Ibeas de Juarros, se disponía aquella mañana a cumplir con un encargo, y ya desde bien temprano fue al comercio intermediario que le proveía a él y a su cuadrilla de los materiales necesarios para construir.
Al llegar a la gran sala de espera, blanca, amplia y vacía debido a que aún no había salido el sol, se sentó en una silla de plástico que formaba parte de un grupo de sillas atornilladas junto a la pared, aguardando a que llegara Mateo Santana, el viejo encargado. Tras cerca de una hora y veinte minutos, después de llamar al teléfono apagado del comerciante, y después de juguetear impaciente con sus manos ásperas y embrutecidas por las inclemencias del tiempo y del trabajo, ve aparecer a
Santana detrás del mostrador, sudando, con la mandíbula desencajada y los ojos tan abiertos como su boca.

―¡Juan Luis, Juan Luis! ―se quejó, con un estilo muy de pueblo― ¡El mármol! ¡Las vigas, los andamios! ¡Camiones llenos! ¡Todo perdido!

―¿Pero qué tontería está usted diciendo, hombre? ―exclamó Juan Luis, excéptico.

―¡Ninguna tontería! Íbamos por la sierra... Cerca de Atapuerca... ―exhaló, intentando calmarse― y después... Algo grande, de tres o cuatro metros ―ilustraba la estatura con los brazos― tiró un camión... Todo por el monte, los camiones de atrás chocaron... Manel está en el hospital, a Camilo no se le ha vuelto a ver más, y ha reventado un motor.

―¿Qu...?

―Los bomberos acaban de estar ahí, pero el material sigue desperdigado por el monte.

―¿Pero usted se piensa que yo soy tonto? ―dice Juan Luis Almirante, estupefacto― Si por un descuido suyo o de sus socios ha tenido un accidente, no le eche la culpa al hombre de las nieves, zoquete. He estado mucho tiempo aquí sentado, mientras mi cuadrilla se desespera, y yo debería haber empezado con esa casa hace rato. Y hemos invertido mucho dinero para el material.
Mi cliente, no sé usted si lo sabrá, es ese burguesito ricachón nuevo en el pueblo, pero tiene tanta prisa como dinero está dispuesto a ofrecerme por la reforma. Quiere que empecemos hoy, sin falta, hoy, Santana, maldita sea. De modo que ya está usted dejándose de bobadas y buscándose la vida para devolverme el dinero o los materiales.

―¡Nada de bobadas! Todos le podemos corroborar lo que vimos... Algo que viene del mismo infierno... Las historias que cuentan en el pueblo son verdad... La Muerte alada ronda los montes... Pero si le corre a usted tanta prisa, vaya con su cuadrilla a recoger los materiales... No, no, no me mire así, porque además el dinero se lo puedo devolver... Por este contratiempo podrá llevarse los


materiales que no se hayan roto o perdido, además de su dinero. Con suerte podrá empezar a construir hoy... Pero quiero que sepa que yo no quiero saber nada de lo que pueda pasarle, y que jamás cruzaré esa carretera otra vez.

Como suele suceder en las personas con apuros económicos, Juan Luis Almirante se desespera y decide poner rumbo a la carretera de la montaña en la que Santana y sus hombres habían perdido sus materiales y tal vez algún que otro año de vida.

Ya eran las once y catorce minutos cuando, después de comunicarle a su cuadrilla la situación, partir con los camiones prestados por el propio Santana, y avisar al cliente de que la construcción iba a tener que posponerse por un accidente, el señor Almirante se encontraba en el lugar de aquellos fatídicos acontecimientos. La escena lo dejó patidifuso: marcas de humo negro y de gomas de camión sobre el asfalto, así como fragmentos de metal, vigas, mazacotes de mármol...

―Bueno, ya sabéis lo que hay que hacer ―ladró Almirante, convencido de que aquel era uno de los peores días de su vida.

Costó dos horas de sudor reunir todos los materiales. Cuando la busca y captura hubo terminado, se hizo un recuento.

―¡Leches! ¡Esto no puede ser! Es suficiente con los andamios y las vigas, pero hay demasiado poco mármol ―Juan Luis Almirante no se lo podía creer.

Estaba convencido de que, en el caso de que no empezara la construcción ese mismo día, el ricachón del pueblo anularía el contrato como si nada y optaría por otros constructores. Y el mármol que tenían para reformar el ala oeste del caserón era tan insignificante que más les valía ponerse en marcha y buscar más restos. El señor cliente no parecía ser el tipo de persona que se conformaba con poco. Es cierto, podrían conseguir más mármol al día siguiente, pero si aquel hombre acaudalado veía que el primer día solo se había puesto una septagésima parte de mármol en el ala oeste, estaba claro lo que iba a pasar. Tal vez el capataz exagerara, pero cuando uno tiene apuros económicos y ve una oportunidad de oro para salir de ellos... Ya se sabe.

Así que la cuadrilla, hastiada, reanuda la búsqueda. Pasa una hora más. El señor Almirante se desquicia, y en medio de un ataque de nervios, echa a correr por el terreno escarpado de la ladera, entre vegetación de alta montaña. Se gira, se vuelve otra vez, jadea. Sigue sin ver nada. Se adentra en los bosques. Y corre, corre a ver si ve algo, pero tropieza con una roca y se da de lleno con un canto en la cabeza.

Juan Luis almirante abre los ojos, gimiendo de dolor. Su cabeza gotea sangre ya caliente, y en un lado de la cabeza se le ha formado una costra. Rezuma de dolor. Musita algunas vocales, y se empieza a preocupar por su ubicación. Está todo oscuro. Aquello no es el monte. Oye algunas gotas cayendo del techo. Con gran dolor y dificultad, Juan Luis se incorpora. No acaba de procesar la situación en la que se haya cuando escucha un ruido. Sssssssshuuuuuuuuu. ¿Viento? Debe estar cerca de la superficie. Ssssssshuuuuuuu. Pero el sonido se acerca.

―Mmm- ¿eh? Ugh... ―su corazón palpita ahora, quizá por confusión, o tal vez por un miedo primigenio.

Ssshuuuuuu, ssssshuuuuuu.... Ahora acompañan a este sonido rocas rodando y un chirrido desagradable, como el de una llave rayando un coche.


―Dios, Cristo, protégeme ―Juan Luis tiembla y empieza a andar a paso rápido a tientas, en la dirección contraria al sonido que oye.

Inquieto, trastabilla y se incorpora rápidamente, y gira la cabeza fugazmente para distinguir una figura alada en la oscuridad. Juan Luis chilla, loco de pánico, y aquella cosa parece acelerar su marcha.
Sin ver más de lo que vería en una noche sin estrellas, cae por una pendiente, y presa del pánico y de la sorpresa, la gravedad hace su trabajo mientras él grita y se sumerge en un lago subterráneo cinco metros por debajo de donde empezó a caer. El agua estaba más fría que las duchas que él se daba en el pueblo, sin agua caliente y a las cuatro de la mañana.

―¡GGRRAAAAAH! ―aquella criatura se sumerge también en el lago, mientras Juan Luis chapotea como loco, y nadando frenéticamente, toca orilla.

Se incorpora, con las rodillas con cortes profundos y sangrantes. Por dentro de él, una sensación primigenia le invade, y echa a correr para salvar su vida, mientras a sus espaldas la bestia chilla y da aletazos contra las paredes de la cueva. Unos metros más adelante, una tenue luz sorprende al capataz de los albañiles en una zona abierta, sin techo, como un claro en medio del sistema de cuevas. Ya está bien entrada la noche. Por un momento, se queda en blanco y parece olvidarlo todo. Pero un rápido golpetazo provoca desprendimientos en las paredes del pasillo de roca del que acaba de salir, y es entonces cuando vuelve a la realidad: se gira, y por fin ve a la criatura con todo lujo de detalles. Como decía Santana, era grande, de unos tres metros. Su cuerpo era verde-marrón grisáceo, con algunas escamas, parecía de reptil. Su cabeza era una calavera de gigante, con una dentadura que de seguro podría triturar las rocas que le apresaban. Tenía grandes alas de murciélago, y por brazos lucía unas enormes aletas de ballena. Todo aquel peso lo soportaban unas patas con unas garras horribles, además, aquel ser contaba con una tupidísima y gigantesca cola de zorro rojo.

La quimera, viendo a su presa por medio de sus dos cuencas vacías, profirió un rugido que resonó en las cuevas de Atapuerca, rugido que ya en los tiempos del albor de la humanidad habían aprendido a temer los primeros hombres. La bestia se acerca, lenta, disfrutando del momento.

Tal vez fueron las almas de los cavernícolas que rondaban por los salones de piedra de las cuevas de Atapuerca las que infundieron energía al maltrecho capataz. Sin pensárselo dos veces, da media vuelta y esprinta tanto como le permiten sus piernas heridas. La Muerte alada profiere un chillido de contrariedad y retoma también su carrera, como un león tras una gacela.

De vuelta a la oscuridad. Tal vez nunca saliera de las cuevas, tal vez solo penetrara más y más en ellas. Tal vez ya no había salvación. Aún así corre. Tropieza y cae varias veces, pero no se detiene. Llegan cazador y presa a una explanada de... ¿Qué era aquello?

El maestro constructor estaba pisando un suelo de dientes humanos, amontonados, formando verdaderas colinas. Había paletas, colmillos, muelas. Millones de dientes parecían brillar en la oscuridad de aquella caverna. Desesperado, Juan Luis solloza de pavor y empieza a llorar.

De pronto, en medio de su desesperación, descubre un cadáver apoyado en la pared. Tenía la boca muy abierta, y los ojos perdidos. Pero lo que más llamaba la atención era que no tenía dientes, y un reguero de sangre ya seca caía por sus encías.

Sin miramientos, la Muerte alada derriba al maestro de los constructores con su pesada cola, y este


cae sobre una pila de dientes. El golpe es tan grande que empieza a perder la visión... Pero hay algo que le obliga a levantarse. Su corazón late como el de un ratón asustado, y la adrenalina inunda sus huesos. Los músculos de sus piernas se estiran y se contraen de forma explosiva y estalla, de vuelta, su loca carrera por las galerías de las profundidades. En medio de aquel horror, tal vez por suerte, da el albañil con un terreno que empieza a subir, y gira entre galería y galería. Se pierde entre las rocas,
y a la bestia alada se le oye cada vez menos. Shhhhaaaaa... ssssshaaaaaa... Después de media hora de lento y progresivo ascenso, ya no se oye nada más que la respiración entrecortada de Juan Luis Almirante.

Empapado en sangre y sudor, llora de felicidad al descubrir la luz del amanecer que se cuela por un pequeño agujero en el techo, que está a unos siete metros del suelo. Arriba se ve el bosque. Decidido, empieza a ascender, escalando, roca a roca. Sin embargo...

De la nada, hecha una furia, reaparece la bestia. El agujero por el que sube Juan Luis es demasiado estrecho, pero aquella aberración, causante de tantas calamidades, se intenta colar, y las rocas van cediendo, haciéndole hueco. Todo tiembla y se desprenden algunas rocas en la galería.

―¡¡GGRRRAAAAAAAAGH, GRRRAAAAH!! ―la bestia chilla enfurecida, clava sus garras en la roca, aletea con fuerza y da golpea con sus aletas las piedras que forman el agujero natural por el que Juan Luis asciende.

Loco de miedo, él escala con pavor, con la bestia a pocos metros por debajo. Roca a roca, va cogiéndose a los asideros, y por fin tiene ya su torso en el suelo de la superficie. Pero la Muerte alada no va a dejarlo escapar así como así.

Con furia, asciende explosivamente, desatascándose y haciendo hueco entre las piedras, y muerde, salvaje, la pierna derecha del capataz, con aquellos dientes que parecían ladrillos de cemento. Juan Luis aúlla de dolor mientras se agarra con fuerza a una roca, y la quimera tira hacia sí, arrancándole el fémur de cuajo, con todas las arterias, piel y tendones que lo recubrían.

La bestia, con la mandíbula repleta de sangre y la pierna hundida en sus dientes, brama de malevolencia e ira. El hombre, casi rendido al desmayo, reúne sus últimas fuerzas, se arrastra y empuja con todo su cuerpo una gran roca que corona el agujero del que acaba de salir. La roca cae empujando al demonio a las profundidades de las que salió. El grito proferido por la Muerte negra aún retumba en los oídos del albañil. Aquel chillido, parecía rajar la Tierra entera, y todas las aves de aquellos bosques que piaban al sol en su despertar se cayeron de las ramas, muertas al instante.

Juan Luis se arrastró, más muerto que vivo por el bosque, hasta que se desmayó por la pérdida de sangre y el cansancio. Por suerte, un leñador lo encontró y lo llevó al hospital. Cuando se recuperó, volvió una semana a Ibeas de Juarros, lo justo para mudarse y nunca volver. Nunca volvieron a verlo, pero allí donde estuviera, durante todas las noches de su vida, Juan Luis Almirante tendría sueños vívidos de una criatura infernal que lo arrastraba a lo más profundo de un abismo, entre furiosos aleteos de viento negro.

Romance del prostíbulo

Tocó el pecho con rubor,
era joven la ramera.
Ojos claros y ese aroma,
ruido por la casa entera.
Viejas eran las ventanas
y era esa su vez primera.
Nervio febril tiene el mozo.
Ella lo besa, certera.
Aquí es sencillo el acuerdo,
solo elija a la que quiera,
ponga el oro en la mesilla
si está llena su cartera.
El muchacho, casi imberbe
la penetra a la ramera
y cumpliendo su trabajo
ella gime la primera.
A los cuatro minutillos
él acaba la carrera
y se limpia concienzuda
la entrepierna la ramera.
No fue duro aquel trabajo,
desvirgar al tal Morera,
gana plata en abundancia
pa’ pagarle a su casera.
Preparada y ya vestida
la chiquilla sale afuera,
toma aire y para adentro,
y así va su vida entera.