Le decían Pacífico para sugestionar a los marineros y para tranquilizarlos en sus viajes, pero era el océano más tormentoso.
Simón esperaba ansioso la siguiente temporada de huracanes, la del 2015,
porque era uno de esos cazadores de tormentas. Para él, el Mediterráneo
era un lago, y los lagos no tenían olas. Siempre quiso ser marinero,
por eso de pequeño fue de los niños que jugaban con patitos amarillos de
goma en la bañera.
Tenía la barba blanca unida al bigote, era rechoncho y usaba anteojos.
Era abuelo de un niño y una niña, y cuando lo iban a ver los domingos a
su casa de la playa les contaba sus historias de viejo lobo de mar.
En el salón donde se sentaba en la mecedora a leer y a contar historias
había todo tipo de cachivaches marinos: anclas, anzuelos, redes,
arpones, corales, catalejos, e incluso timones.
Pero en el mejor estante del cuarto guardaba su mayor tesoro: una
sirenita de cristal que encontró en el ojo del huracán Elida, y así la
había llamado: Elida.
La mujer de Simón había muerto en un naufragio hacía unos años. Siempre
quiso pensar que se convirtió en sirena, y que talló a Elida en las
profundidades abisales del Océano Pacífico, para dejarla flotar justo
por donde él navegaba.
También guardaba perlas, conchas, caracolas y botellas con mensaje.
Traía cocos de islas desiertas y preparaba abanicos con hojas de
palmera.
Antes de embarcarse esa mañana, coge una brújula y acaricia la cara de
cristal de su sirena Elida. Cuando suelta amarras, silba una canción.
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