Como una queja del cielo, en los días más calurosos aparecen los finísimos cirros. Parecieran pinceladas solares, rastros de telaraña de algún arácnido celeste que van a medio camino de lo inefable y la nada.
Surfistas de las olas de calor, o como espuma del azulísimo océano del verano, se expanden alargadas, disolviéndose hasta desaparecer como nieve en agua caliente.
Calladas, dicen al que las observa, redundantes, “hoy hace calor”.
El telar círrico va muriendo con el sol, se desenreda en el óbito del día a la llegada de las sombras, como si su existir dependiera solo del más puro color azul del cielo despejado. Huyendo, en contraposición, del rojizo magmático del atardecer, nunca pueblan la noche; pero encontrar un cirro iluminado por la luz de plata de la luna algún verano no es signo de otra cosa que de suerte.
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