viernes, 2 de diciembre de 2011

Una herida


Dentro de mí tengo una herida. Una herida invisible. Una herida que nadie aprecia, una herida que, mucho menos, nadie siente.
Pero os puedo asegurar algo: duele y pica. Mucho. Más que una herida real y física, incluso. Y no puedo dejar de rascarme y de ensancharla. Y crece, y crece más... Y duele... Y pica... Y cuanto más pica, menos puedo resistirme a rascarme y hacerla arder en carne viva.
¡Cómo arde, cómo duele! Y no encuentro la cura. Y me desespero, y lo único que hago es rascarme una y otra vez como si así fuera a desaparecer el picor (y la herida) para siempre (el escozor sólo desaparece en el momento en que me rasco, y unos momentos después me vuelve a picar más aún).

Dentro de mí tengo una herida. Una herida que yo hago más grande, y en su sangre putrefacta naufragan todos los barcos de esperanza y luz. Y en su sangre negra cargada de almas del propio Tártaro me hundo, y en su sangre hedionda me ahogo; y trago sangre, y trago penumbras...

Dentro de mí tengo una herida. ¿Qué herida...? Es una fisura ya. Una fisura que me parte el alma, me parte el corazón, y me corta la respiración y las ganas de vivir.
Es difícil hacer como si nada. Seguir adelante. Es difícil no hacer caso al dolor y caminar como si no existiera. Pero es la única manera de que se vaya. Ignorarlo. Y la misma fisura se irá cerrando sola...
Por eso brindo por la fisura, nido de males y de dolor, porque es ella la que me impulsa a andar (me obliga a ello) sin prestarle atención, para que en el futuro decida no prestarle atención y no rascar más heridas invisibles que nadie aprecia y que nadie siente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario