Estoy tumbado justo en el centro de un amasijo de botellas rotas y filos cortantes. Bastaría moverse tan sólo un poquito para que esos cristales puntiagudos se abrieran paso por mi piel. Tiemblo. A la vez, me gustaría hacer a un lado todos esos objetos que tan cerca están de mí y que tan cerca están de dañar mi bienestar, si no lo han hecho ya. Me gustaría explotar de pronto en un derroche de fuerza y vitalidad. Pero no se puede. Como ya os he contado, eso no es posible; todos esos objetos punzantes penetrarían en mi cuerpo.
Me sacudo en ese infierno durante unos minutos, tal vez segundos, que se me hacen interminables. No hay reloj, ahí no hay nada. Ni siquiera tengo ropa. Como un bebé en su útero materno, poco puedo hacer más que dar leves sacudidas dentro del espacio que me ha sido, de alguna manera, asignado.
El horizonte, en el que clavo mis ojos por un instante, es un degradado con tonos claros, y, al final, negro, que se transforma progresivamente en un color abismal. Me doy cuenta de que es como si... alguien lo hubiera pintado con un pincel.
Ahora más tranquilo, al haberme acostumbrado dentro de lo que cabe a la situación, miro al suelo, ese suelo en el que estoy acostado en posición fetal. Es tierrilla suelta, probablemente pueda encontrarse en cualquier vertedero. Más allá de los cristales y las botellas rotas, tan sólo hay oscuridad.
Suena un tanto estúpido, pero en ese universo no existe el ''levantarse''. Simplemente no puedo hacerlo. Sólo puedo ir hacia los lados... Y sé que esos fragmentos rotos me destrozarán, porque mi piel, en ese momento, parece extremadamente suave... Bastó rozar una uña en uno de mis movimientos, para hacerme derramar una cantidad cuantiosa de sangre, la suficiente como para provocarme mareos...
Pienso que ya no hay nada que pueda hacer. Y como en respuesta a ese pensamiento, veo un pájaro surcando ese cielo extraño, que parecía haber sido sacado de una pintura, de un museo. Descubro con sorpresa que es grande como la pena y feroz como el dolor en las noches sin compañía. Amigos, no puedo describir más sobre esa especie de ave, simplemente era lo equivalente a ver de repente en forma física todo el dolor, toda la pena, sentida a lo largo de tu vida entera...
El pájaro surca sobre mi cabeza varias veces y con gran rapidez. Y de pronto, un montón de huevos caen sobre ese espacio en el que yo me encontraba. Cada vez son más. Son negros y relucientes, cualquier coleccionista los compraría a buen precio. Pero lejos estaba yo de los coleccionistas, del mundo comercial, y de la sociedad, amigos míos, lejos estaba yo del mundo...
Me asombré cuando los huevos, que eran ya alrededor de cincuenta, eclosionaban, y de ellos salían criaturas babeantes, pseudo pájaros que se tambaleaban como si tuvieran algún tipo de retraso; nuevamente no puedo describir todo eso. Y me picoteaban. Sí, comenzaron a picotearme la tapa de mis sesos. Vi claro lo que buscaban. Querían comerse mi cerebro. Y yo lloraba, asustado... En un momento de lucidez (o de perdición, como queráis llamarlo) comencé a arrancarme mi propio pelo, caía con una facilidad impresionante, y mientras, aquellos seres se daban un festín con mis manos, que se veían obligadas a rozarlos. Yo lloraba, gritaba y sufría. Agonizaba.
Pero cuando ya no quedaba ningún pelo, clavé mis diez dedos en mi propia cabeza y la abrí por fin. Toqué esa masa esponjosa, extraña y húmeda, la responsable de todo aquello. Sin miramientos la agarré bien fuerte, y, de un tirón, la separe del resto de mi ser.
Agotado, cedí a los pájaros su cena justo antes de desvanecerme...