sábado, 15 de octubre de 2011

Tiempo (cómo me convertí en estrella fugaz).

Las venas de la ciudad quedarán algún día secas de vida. La tiniebla se tragará las calles... y nadie podrá jamás ver ni un edificio en medio de tal torbellino de sombras. ¿Sombras de qué? Sombras de la diosa, que aguarda arriba en un manto cubierto de estrellas centelleantes. Pero lo cierto es que la diosa no habita en las alturas, sino en mi corazón, porque ella nació en mí. Nació para guarecerme en mis pesadillas de soledad. Y ella quiere protegerme. La diosa no es una diosa. Es sólo mi diosa, mi hada, mi guardiana.

Con el tiempo, el tiempo se detendrá en la ciudad. Y yo me elevaré, y en medio de un mar de estrellas, la diosa encenderá en mí todas las luces que habían sido apagadas en la ciudad. Ahora está todo dentro de mí. Antes la ciudad me contenía. Ahora yo contengo la ciudad. Es etérea, sutil, casi inexistente. Imaginaria. La ciudad nunca ha existido. Quien siempre ha existido he sido yo. El único que realmente ha vivido. No como esos seres autómatas deambulantes... La ciudad sólo ha estado viva en mi interior, y yo he estado vivo dentro de mi interior. Pero ahora estoy fuera. En lo que realmente es.

Sabes que el Universo existe de verdad porque cuando asciendes al mar de estrellas es como si salieras de pronto de debajo del agua, dejando que el aire fresco del crepúsculo salpique en tu cara.


Y sólo estamos la diosa y yo, en ese escenario titilante. La diosa y yo... Yo... El único humano. Me arrodillo ante ella y obtengo su luz. Y ahora me disperso por el cosmos. Sé que tengo poder. Y sé que resplandezco. Quizá me veas alguna noche, fugazmente, desvaneciéndome en la atmósfera de tu planeta. Y quizá pienses que soy obra de un primitivo dios, que soy señal de mala suerte, o, también, que tus deseos pueden cumplirse porque me has visto.


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