
Dentro de mí tengo una herida. Una herida invisible. Una herida que nadie aprecia, una herida que, mucho menos, nadie siente.
Pero os puedo asegurar algo: duele y pica. Mucho. Más que una herida real y física, incluso. Y no puedo dejar de rascarme y de ensancharla. Y crece, y crece más... Y duele... Y pica... Y cuanto más pica, menos puedo resistirme a rascarme y hacerla arder en carne viva.
¡Cómo arde, cómo duele! Y no encuentro la cura. Y me desespero, y lo único que hago es rascarme una y otra vez como si así fuera a desaparecer el picor (y la herida) para siempre (el escozor sólo desaparece en el momento en que me rasco, y unos momentos después me vuelve a picar más aún).
Dentro de mí tengo una herida. Una herida que yo hago más grande, y en su sangre putrefacta naufragan todos los barcos de esperanza y luz. Y en su sangre negra cargada de almas del propio Tártaro me hundo, y en su sangre hedionda me ahogo; y trago sangre, y trago penumbras...
Dentro de mí tengo una herida. ¿Qué herida...? Es una fisura ya. Una fisura que me parte el alma, me parte el corazón, y me corta la respiración y las ganas de vivir.
Es difícil hacer como si nada. Seguir adelante. Es difícil no hacer caso al dolor y caminar como si no existiera. Pero es la única manera de que se vaya. Ignorarlo. Y la misma fisura se irá cerrando sola...
Por eso brindo por la fisura, nido de males y de dolor, porque es ella la que me impulsa a andar (me obliga a ello) sin prestarle atención, para que en el futuro decida no prestarle atención y no rascar más heridas invisibles que nadie aprecia y que nadie siente.
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